Fotografía sin cara en la Rambla Santa Mònica (Ricard Martínez, 2011)
¿Y vos? -El rey había llegado ante un caballero de armadura totalmente blanca; sólo una fina línea negra corría todo alrededor, por los bordes; el resto era cándida, bien conservada, sin un rasguño, bien acabada en todas las juntas, coronada en el yelmo por un penacho de quién sabe qué raza oriental de gallo, cambiante con todos los colores del iris. En el escudo había dibujado un blasón entre dos extremos de un amplio manto drapeado, y d entro del blasón se abrían otros dos extremos de manto con un blasón más pequeño en medio, que contenía otro blasón en su manto aún más pequeño. Con dibujo cada vez más fino se representaba una sucesión de mantos que se abrían uno dentro de otro, y en medio debía de haber quién sabe qué, pero no se conseguía distinguir, de tan diminuto que se hacía el dibujo. - y vos ahí, os presentáis tan pulcro... -dijo Carlomagno, que cuanto más duraba la guerra menos respeto por la limpieza veía en los paladines.
-¡Yo soy -la voz llegaba metálica desde dentro del yelmo cerrado, como si no fuera una garganta, sino la propia chapa de la armadura la que vibrase, y con un leve retumbar de eco- Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildivernos y de los Otros de Corbentraz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y Fez!
-Aaah... -dijo Carlomagno, y del labio inferior, algo salido, brotó un pequeño trompeteo, como diciendo: «Si tuviera que acordarme del nombre de todos ¡estaría aviado!». Pero de inmediato frunció el ceño- ¿y por qué no alzáis la celada y mostráis vuestro rostro?
El caballero no hizo ningún gesto; su diestra enguantada en una férrea y bien ensamblada manopla se aferró más fuerte al arzón, mientras que el otro brazo, que sostenía el escudo, pareció sacudido por un escalofrío.
¡Os hablo a vos, paladín! -insistió Carlomagno-. ¿Cómo que no mostráis la cara a vuestro rey?
La voz salió neta de la mentonera: -Porque yo no existo, sire.
-jY ahora esto! -exclamó el emperador-. ¡Entonces tenemos entre nuestras filas un caballero que no existe! Dejadme ver.
Agilulfo pareció vacilar un momento, y después, con mano firme pero lenta, levantó la celada. El yelmo estaba vacío. Dentro de la armadura blanca de iridiscente cimera no había nadie.
-¡Vaya, vaya! ¡Lo que hay que ver! -dijo Carlomagno-. ¿Y cómo os las arregláis para prestar servicio, si no existís?
-¡Con fuerza de voluntad -dijo Agilulfo- y fe en nuestra santa causa!
-Claro, claro, muy bien dicho, así es como se cumple con el deber. Bueno, para ser alguien que no existe, valéis mucho.
Italo Calvino, Nuestros Antepasados. El Vizconde Demediado.
Siruela, 2004. Trad. Esther Benítez
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