En la página derecha del cuaderno de trabajo del proyecto podemos leer: Un pequeño Barón Rampante en lo alto de una silla. Bajo la cortina, el pie de un progenitor, que hace lo que puede para que el niño no salga movido (Ricard Martínez, 2011)
Seguimos ilustrando tres relatos de Italo Calvino con cartes de viste de la instalación Galería Urbana de Retratos.
Fue el 15 de junio de 1767 cuando Cosimo Piovasco di Rondo, mi hermano, se sentó por última vez entre nosotros. Lo recuerdo como si fuera hoy. Estábamos en el comedor de nuestra villa de Ombrosa, las ventanas enmarcaban las frondosas ramas de la gran encina del parque. Era mediodía, y nuestra familia, según su vieja costumbre, se sentaba a la mesa a esa hora, pese a que ya los nobles seguían la moda, llegada de la poco madrugadora Corte de Francia, de disponerse a comer bien entrada la tarde. Soplaba un viento del mar, recuerdo, y se movían las hojas. Cosimo dijo: -¡He dicho que no quiero y no quiero!- y apartó el plato de caracoles. Jamás se había visto desobediencia más grave.
(…)
-¿Y bien? -dijo nuestro padre a Cosimo.
-¡No y no! -dijo Cosimo, y apartó el plato.
-¡Fuera de esta mesa!
Pero ya Cosimo nos había dado la espalda a todos y estaba saliendo de la sala .
-¿Adónde vas?
Lo veíamos por la puerta de cristales mientras en el vestíbulo cogía su tricornio y su espadín.
-¡Yo lo sé! -corrió al jardín. .
Al rato, por las ventanas, lo vimos encaramarse a la encina. Estaba vestido y peinado con gran propiedad, como nuestro padre quería que viniera a la mesa, a pesar de sus once años: cabellos empolvados con lazo en la coleta, tricornio, corbata de encaje, frac verde con colas, calzones de color malva, espadín, y altas polainas de piel blanca hasta medio muslo, única concesión a un modo de vestir más acorde con nuestra vida campesina. (Yo, como sólo tenía ocho años, estaba exento de empolvarme el cabello, salvo en las ocasiones de gala,. y del espadín, que en cambio me habría gustado llevar.) Y así trepaba por el nudoso árbol, moviendo brazos y piernas por las ramas con una seguridad y una rapidez producto de las largas prácticas que habíamos hecho juntos.
Ya he dicho que pasábamos horas y horas en los árboles, y no por motivos prácticos como hacen muchos niños, que se suben a ellos sólo para buscar fruta o nidos, sino por el placer de superar difíciles protuberancias del tronco y horcaduras y llegar lo más alto que podíamos, y encontrar buenos sitios donde pararnos a mirar el mundo allá abajo, a gastar bromas y decir cosas a quien pasaba. Me pareció-, pues, natural que la primera idea de Cosimo, ante aquel injusto ensañamiento contra él, hubiera sido trepar a la encina, árbol que nos era familiar y que al extender sus ramas a la altura de las ventanas de la sala imponía su actitud desdeñosa y ofendida a la vista de toda la familia .
-¡Vorsicht! Vorsicht! !Se va a caer, pobrecillo!- exclamó llena de angustia nuestra madre, que nos habría visto de buen grado a la carga bajo los cañonazos, pero a la que preocupaba cualquiera de nuestros juegos.
Cosimo subió hasta la horqueta de una gruesa rama donde podía estar cómodo, y se sentó allí, con las piernas colgantes, los brazos cruzados con las manos bajo las axilas, la cabeza hundida entre los hombros, el tricornio calado sobre la frente.
Nuestro padre se asomó al antepecho.
-¡Cuando te canses de estar ahí cambiarás de idea! -le gritó.
-¡Nunca cambiaré de idea! -dijo mi hermano, desde la rama.
-¡Te las verás conmigo en cuanto bajes!
-¡Yo no bajaré nunca más!
Y mantuvo su palabra.
(…)
-¿Y bien? -dijo nuestro padre a Cosimo.
-¡No y no! -dijo Cosimo, y apartó el plato.
-¡Fuera de esta mesa!
Pero ya Cosimo nos había dado la espalda a todos y estaba saliendo de la sala .
-¿Adónde vas?
Lo veíamos por la puerta de cristales mientras en el vestíbulo cogía su tricornio y su espadín.
-¡Yo lo sé! -corrió al jardín. .
Al rato, por las ventanas, lo vimos encaramarse a la encina. Estaba vestido y peinado con gran propiedad, como nuestro padre quería que viniera a la mesa, a pesar de sus once años: cabellos empolvados con lazo en la coleta, tricornio, corbata de encaje, frac verde con colas, calzones de color malva, espadín, y altas polainas de piel blanca hasta medio muslo, única concesión a un modo de vestir más acorde con nuestra vida campesina. (Yo, como sólo tenía ocho años, estaba exento de empolvarme el cabello, salvo en las ocasiones de gala,. y del espadín, que en cambio me habría gustado llevar.) Y así trepaba por el nudoso árbol, moviendo brazos y piernas por las ramas con una seguridad y una rapidez producto de las largas prácticas que habíamos hecho juntos.
Ya he dicho que pasábamos horas y horas en los árboles, y no por motivos prácticos como hacen muchos niños, que se suben a ellos sólo para buscar fruta o nidos, sino por el placer de superar difíciles protuberancias del tronco y horcaduras y llegar lo más alto que podíamos, y encontrar buenos sitios donde pararnos a mirar el mundo allá abajo, a gastar bromas y decir cosas a quien pasaba. Me pareció-, pues, natural que la primera idea de Cosimo, ante aquel injusto ensañamiento contra él, hubiera sido trepar a la encina, árbol que nos era familiar y que al extender sus ramas a la altura de las ventanas de la sala imponía su actitud desdeñosa y ofendida a la vista de toda la familia .
Cosimo subió hasta la horqueta de una gruesa rama donde podía estar cómodo, y se sentó allí, con las piernas colgantes, los brazos cruzados con las manos bajo las axilas, la cabeza hundida entre los hombros, el tricornio calado sobre la frente.
Nuestro padre se asomó al antepecho.
-¡Cuando te canses de estar ahí cambiarás de idea! -le gritó.
-¡Nunca cambiaré de idea! -dijo mi hermano, desde la rama.
-¡Te las verás conmigo en cuanto bajes!
-¡Yo no bajaré nunca más!
Y mantuvo su palabra.
Italo Calvino, Nuestros Antepasados. El Vizconde Demediado.
Siruela, 2004. Trad. Esther Benítez
La pieza casi acabada en la Rambla de Santa Mónica (Ricard Martínez, 2011)
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