El saltador. Mark Klett and Byron Wolfe, 2008. Lugar de una peligrosa caida, ahora con mucha vegetación.
En el recuadro: Postal coloreada sin fecha
EL ASALTO A LA EMPINADA CIUDAD
Al romper el alba del día veintidós de enero (de 1599) Zaldívar dio la señal para el ataque, y el principal de la fuerza española empezó a disparar sus pocos arcabuces y a intentar un asalto desesperado por el extremo norte de la gran roca, que era por allí absolutamente inexpugnable. Los indios, apiñados en el borde de los farallones, despedían una lluvia de proyectiles, y muchos de los españoles fueron heridos. Entretanto, doce hombres escogidos, que durante la noche se habían ocultado debajo de la parte saliente del risco, el cual les protegía contra el fuego y la observación de los indios, trepaban cautelosamente por debajo y alrededor del precipicio, arrastrando con cuerdas el pedrero. Algunos de aquellos doce hombres eran arcabuceros y, además del peso del ridículo cañón, llevaban sus pesados arcabuces y su tosca armadura, que no les ayudarían ciertamente a escalar alturas, cuyo ascenso sería difícil hasta para un atleta libre de trabas. Continuando su trabajosa tarea sin ser vistos, tirando unos de otros, y después del pedrero, peñas arriba llegaron por fin a la cumbre de un alto farallón separado del gran risco de Acoma por un angosto pero terrible tajo. Al atardecer tenían ya el cañón apuntando hacia la ciudad, y el retumbante disparo, cuando la bala de piedra fue lanzada sobre Acoma, fue la señal, para la tropa que estaba al extremo norte de la meseta, de que se había tomado la primera posición estratégica, a la vez que advirtió a los indios del peligro que les amenazaba por el otro lado.
Aquella noche, pequeños grupos de españoles treparon por los grandes precipicios que cercan ese valle en forma de artesa por occidente y poniente; talaron pequeños pinos arrasando con inmenso trabajo los troncos peñas abajo y a través del valle, para subirlos al farallón donde se habían situado los doce hombres con el pedrero. Una docena de hombres quedaron guardando los caballos al extremo norte de la meseta, y el resto de fuerza se juntó a los doce arcabuceros, ocultándose en las grietas del farallón. Al otro lado del tajo, los indios estaban tendidos en las hendiduras de las rocas esperando el ataque.
La madrugada del veintitrés, al darse la señal, un piquete de hombres escogidos salieron corriendo de sus escondites con una toza llevada a hombros, y con una acertada maniobra colocaron su extremo sobre el lado opuesto, por encima del abismo. Salieron corriendo los españoles y empezaron a desfilar, guardando el equilibrio, por aquel vertiginoso "puente", recibiendo una descarga de piedras y saetas. Habían cruzado ya varios, cuando uno de ellos, en su excitación, cogió la cuerda que estaba amarrada a la toza y arrastró ésta detrás de él. Fue aquél un momento terrible. Eran menos de doce los españoles que así quedaron al borde de Acoma, separados de sus compañeros por un precipicio de centenares de pies de profundidad, y rodeados por enjambres de indios. Estos, saliendo de su refugio, cayeron al instante sobre ellos, rodeándolos. Mientras el soldado español podía mantener a los indios a distancia, hasta sus toscas armas e ineficaz armadura le daban cierta ventaja; pero, a tan corto alcance, aquellos mismos arreos eran un impedimento fatal por su tosquedad y su peso. Parecía entonces como si fuese a repetirse la anterior matanza de Acoma, y que los aislados españoles serían destrozados; pero en aquel momento crítico, un hecho de increíble valor personal les salvó a ellos y a la causa de España en Nuevo México. Un esbelto, inteligente y joven oficial, un estudiante que era amigo particular y favorito de Oñate, salió del grupo de los consternados españoles que se hallaban al otro lado del tajo, y que no se atrevían a disparar contra los enemigos para no herir a sus compañeros que estaban mezclados con ellos y, corriendo como un gamo, se fue hacia el precipicio. Al llegar al borde: encogió su ágil cuerpo, saltó al aire como un pájaro y salvó el abismo. Cogiendo en seguida la toza, con un esfuerzo desesperado la empujó hasta que sus compañeros pudieron agarrarla desde el otro borde, y por encima del restablecido puente pasaron los soldados españoles, salvando la situación.
Al romper el alba del día veintidós de enero (de 1599) Zaldívar dio la señal para el ataque, y el principal de la fuerza española empezó a disparar sus pocos arcabuces y a intentar un asalto desesperado por el extremo norte de la gran roca, que era por allí absolutamente inexpugnable. Los indios, apiñados en el borde de los farallones, despedían una lluvia de proyectiles, y muchos de los españoles fueron heridos. Entretanto, doce hombres escogidos, que durante la noche se habían ocultado debajo de la parte saliente del risco, el cual les protegía contra el fuego y la observación de los indios, trepaban cautelosamente por debajo y alrededor del precipicio, arrastrando con cuerdas el pedrero. Algunos de aquellos doce hombres eran arcabuceros y, además del peso del ridículo cañón, llevaban sus pesados arcabuces y su tosca armadura, que no les ayudarían ciertamente a escalar alturas, cuyo ascenso sería difícil hasta para un atleta libre de trabas. Continuando su trabajosa tarea sin ser vistos, tirando unos de otros, y después del pedrero, peñas arriba llegaron por fin a la cumbre de un alto farallón separado del gran risco de Acoma por un angosto pero terrible tajo. Al atardecer tenían ya el cañón apuntando hacia la ciudad, y el retumbante disparo, cuando la bala de piedra fue lanzada sobre Acoma, fue la señal, para la tropa que estaba al extremo norte de la meseta, de que se había tomado la primera posición estratégica, a la vez que advirtió a los indios del peligro que les amenazaba por el otro lado.
Aquella noche, pequeños grupos de españoles treparon por los grandes precipicios que cercan ese valle en forma de artesa por occidente y poniente; talaron pequeños pinos arrasando con inmenso trabajo los troncos peñas abajo y a través del valle, para subirlos al farallón donde se habían situado los doce hombres con el pedrero. Una docena de hombres quedaron guardando los caballos al extremo norte de la meseta, y el resto de fuerza se juntó a los doce arcabuceros, ocultándose en las grietas del farallón. Al otro lado del tajo, los indios estaban tendidos en las hendiduras de las rocas esperando el ataque.
La madrugada del veintitrés, al darse la señal, un piquete de hombres escogidos salieron corriendo de sus escondites con una toza llevada a hombros, y con una acertada maniobra colocaron su extremo sobre el lado opuesto, por encima del abismo. Salieron corriendo los españoles y empezaron a desfilar, guardando el equilibrio, por aquel vertiginoso "puente", recibiendo una descarga de piedras y saetas. Habían cruzado ya varios, cuando uno de ellos, en su excitación, cogió la cuerda que estaba amarrada a la toza y arrastró ésta detrás de él. Fue aquél un momento terrible. Eran menos de doce los españoles que así quedaron al borde de Acoma, separados de sus compañeros por un precipicio de centenares de pies de profundidad, y rodeados por enjambres de indios. Estos, saliendo de su refugio, cayeron al instante sobre ellos, rodeándolos. Mientras el soldado español podía mantener a los indios a distancia, hasta sus toscas armas e ineficaz armadura le daban cierta ventaja; pero, a tan corto alcance, aquellos mismos arreos eran un impedimento fatal por su tosquedad y su peso. Parecía entonces como si fuese a repetirse la anterior matanza de Acoma, y que los aislados españoles serían destrozados; pero en aquel momento crítico, un hecho de increíble valor personal les salvó a ellos y a la causa de España en Nuevo México. Un esbelto, inteligente y joven oficial, un estudiante que era amigo particular y favorito de Oñate, salió del grupo de los consternados españoles que se hallaban al otro lado del tajo, y que no se atrevían a disparar contra los enemigos para no herir a sus compañeros que estaban mezclados con ellos y, corriendo como un gamo, se fue hacia el precipicio. Al llegar al borde: encogió su ágil cuerpo, saltó al aire como un pájaro y salvó el abismo. Cogiendo en seguida la toza, con un esfuerzo desesperado la empujó hasta que sus compañeros pudieron agarrarla desde el otro borde, y por encima del restablecido puente pasaron los soldados españoles, salvando la situación.
Los descubridores del siglo XVI
Acoma, o Ácoma, fue conquistada dos días más tarde, el 25 de enero de 1599. Las primeras noticias sobre esa ciudad habían quedado escritas en 1539, en la Relación de Fray Marcos de Niza. En ella, el religioso franciscano da cuenta de su viaje por tierras de Nuevo México y, al parecer, Arizona, en busca de las míticas siete ciudades de Cíbola.
El protagonista del decisivo salto había sido el capitán Gaspar Pérez de Villagrá. Criollo, poeta y soldado que dejó escrita su Historia de la Nueva México, en la que relata en espesos versos la conquista de ese territorio emprendida por Juan de Oñate en 1595.
No he querido desaprovechar la oportunidad de hacer coincidir este episodio, con otro saltador, rescatado por Klett y Wolfe unas cuantas millas más al norte y unos cuantos años más tarde.
Bibliografía:
Charles Fletcher Lummis The Spanish Pioneers, A. C Mc Clurg & Co, Chicago, 1893
Ed cast:
Charles Fletcher Lummis, Los conquisadores del siglo XVI, Grech, Madrid, 1987
Fray Marcos de Niza, Descubrimiento de las siete ciudades,
Gaspar Pérez de Villagrá, Historia de la Nueva México. Alcalá, 1610. Edición de Mercedes Junquera. Dastin Ediciones, Madrid, 2003.
Charles Fletcher Lummis, Los conquisadores del siglo XVI, Grech, Madrid, 1987
Fray Marcos de Niza, Descubrimiento de las siete ciudades,
Gaspar Pérez de Villagrá, Historia de la Nueva México. Alcalá, 1610. Edición de Mercedes Junquera. Dastin Ediciones, Madrid, 2003.